miércoles, 21 de julio de 2010

Anaís Morales se presenta.

Vivo en Caracas. Es la capital y la ciudad más grande de Venezuela, un pequeño país suramericano de unos 30 millones de habitantes que tienen una diversidad cultural, gastronómica y social que impresiona a cualquiera. La idiosincrasia del venezolano sólo puede ser entendida e interpretada por otro venezolano, más allá de todo lo que tenemos en común con el resto de nuestros coterráneos de América.

Tuve la suerte de crecer en un hogar que cultivó mi inclinación por los deportes. Mi abuelo paterno trajo de España la pasión por el fútbol y mi tío materno hizo lo propio, desde Caracas, con el béisbol. Nunca sentí la disyuntiva de escoger entre uno y otro, sino más bien de adoptar lo mejor que cada uno tenía para ofrecer.

Mi tío solía viajar a Valencia, otra ciudad importante de Venezuela (a unas dos horas de Caracas), únicamente para disfrutar de la novena de sus amores: los Navegantes del Magallanes. El equipo de béisbol más antiguo de Venezuela, que vio como era trasladada su localía de Caracas a Valencia en el año de 1969, al ser adquirido por unos comerciantes valencianos.

El fanatismo, la ida y vuelta en autobús durante la liga invernal a pesar de trabajar al siguiente día, el radio narrándonos los juegos, las lágrimas por los malos resultados…y por los buenos también, no me dejaron otra opción: heredé un legado que alimenté y sigo alimentando con el paso de los años.

El caso de mi abuelo es distinto. Europeo al fin, jugó y vivió por el fútbol hasta que cumplió 50 años, militando en equipos amateurs de la ciudad, mientras que mi papá, con más de 50, sigue jugando y desafiando las limitaciones propias de la edad y de las lesiones recurrentes. Más bien, sigue desafiando su propia terquedad.

Pero como buenos caribeños, en esta tierra amamos el béisbol. Lo hemos adoptado como deporte nacional y respiramos y hablamos “pelota”. Todos conocen lo que es estar en 3 y 2, botarla de jonrón o estar “ponchao” y un juego entre los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes, eternos rivales, paraliza al país en mayor medida que la larguísima temporada de la Major League Baseball o que la transmisión del Miss Venezuela. Es más, somos conocidos por exportar tantas reinas de belleza como peloteros de grandes ligas.

Por el contrario, carecemos de cultura de fútbol. El deporte está regulado por una federación desastrosa y corrupta, casi no funcionan escuelas de fútbol menor, nuestras categorías profesionales están en pañales y existe una gravísima falta de identidad hacia la camiseta y el talento nacionales. Estos factores se combinan en un aparentemente eterno círculo vicioso que nos ha alejado de las altas esferas del fútbol mundial.

Gracias a la marcada influencia futbolera en mi vida, a lo incipiente de la primera división venezolana (que obtuvo categoría de profesional en 1957) y al desconocimiento general del que mi familia tampoco escapa, tuve la oportunidad de adoptar un equipo. Con muchas ganas de romper el círculo y aportar todo lo que esté a mi alcance para lograrlo, decidí inclinar la balanza por uno que me permitiera visitar el estadio tanto como fuera posible, al mismo tiempo que representaba mi gentilicio. No falté a ningún partido de local del Caracas FC y mi temporada de consagración fue inolvidable.

Es una experiencia que recomiendo a cada venezolano que lea estas palabras. El fanático de fútbol es totalmente distinto, la sensación de alentar hasta que la garganta no de más es incomparable y el sentido de pertenencia que ofrece gritar un cántico junto con miles de aficionados de tu equipo, no tiene precio.

Por eso y por otras miles de razones, hagan de esas sensaciones algo suyo y algo cotidiano. Adopten la camiseta de algún equipo de la primera división de fútbol venezolano. Aborden ese autobús aunque haya que trabajar al día siguiente y, más importante, dejen un legado que sus hijos puedan heredar y alimentar con el pasar de los años. Vístanse de fútbol nacional para el día de mañana poder vestirse de vinotinto.

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